sábado, 17 de octubre de 2009

Las voces olvidadas del Holocausto

“Este libro les sacudirá profundamente. Oirán historias que les perseguirán y les pertubarán. Y sin embargo, se lo recomiendo de todo corazón. Cosa que no es tan extraña como pueda aprecer en principio, pues el auténtico cometido de este libro es disgustarles. Debe conseguir que se sientan tan disgustados que decidan no olvidar nunca esta historia.” Con estas palabras inicia Laurence Rees su prólogo a Las voces olvidadas del Holocausto, de Lyn Smith, y es de justicia reconocerle la sinceridad de sus palabras: se trata de un libro terriblemente desolador, terriblemente descorazonador, terriblemente difícil de leer; hay momentos en que la crueldad de lo narrado es tal, que uno no puede más que detener la lectura para desahogar la impotencia en un exabrupto inútil.

Desde que en 1978 empezó a colaborar con el Imperial War Museum, Lyn Smith recopiló durante dos décadas multitud de entrevistas realizadas a todos aquellos que, de una manera u otra, se vieron envueltos en la espiral del terror nazi. No sólo quienes estuvieron internos en campos de concentración, sino también aquellos que huyeron a tiempo de Alemania; los que se refugiaron como pudieron en sótanos, sepultados en vida bajo tierra en espera de la derrota nazi; los soldados aliados que liberaron los campos de exterminio; los que, sin ser judíos, sufrieron las invasiones nazis en su propio país...

Uno piensa que ya lo sabe todo del Holocausto. Ha visto tantas películas y tantos documentales sobre los campos de concentración, ha leído tantos libros sobre el nazismo, que piensa que nada le puede sorprender. Y sin embargo, no es así. Como se dice en el prólogo, no es lo mismo leer un libro sobre la Kristallnacht que leer (o en su caso, escuchar) el testimonio de alguien que la vivió en sus propias carnes. A cada página que leemos, vemos derribada nuestra convicción de que no es posible más horror, más inhumanidad, más sadismo: el ser humano es capaz de todo.

Las voces olvidadas del Holocausto comienza con los testimonios de cómo era la vida de los judíos antes de la llegada del nazismo al poder, y es increíble cómo cobran de sentido los versos de T. S. Elliot: “Así es como acaba el mundo/ no con un estallido sino con un sollozo”. En cuestión de días, de semanas, la vida cotidiana de los judíos da un giro copernicano: quienes habían sido sus amigos reniegan de ellos, por convicción o por miedo; sufren ataques gratuitos; ven boicoteados sus comercios; se les impide estudiar o trabajar en determinados centros públicos. Lo mismo sucede en Austria tras el Anschluss, o en los demás territorios conquistados por los nazis.

A partir de entonces, la tragedia es cada vez mayor: progromos, refugiados, creación de los guetos, internamiento en campos de concentración y exterminio, marchas de la muerte... todo un camino dantesco que no acaba con la liberación de los campos y el fin de la guerra. Aún después de esto, muchos judíos se encuentran solos, sin familia con la que reunirse ni bienes con los que sobrevivir. Y lo peor, el recuerdo de lo vivido. Muchos son los que afirman que “algo de mí se quedó en aquellos campos”, no sólo en sentido físico (amputaciones, secuelas, enfermedades crónicas) sino psicológico. Ruth Foster, cuyo testimonio pone fin al libro, afirma: “Me han preguntado muchas veces cuando cuento mi historia: ¿consiguió olvidar? Entonces les explico que es como cuando estás ante un lago y lanzas una piedra. Primero hay unas ondas grandes, luego las ondas se hacen cada vez más pequeñas y después la superficie vuelve a quedar en calma, pero la piedra sigue en el fondo. Es una forma de resumir lo que me sucede a mí. Parezco un ser humano normal y corriente, pero la piedra de mi experiencia sigue en mi corazón.”

Al acabar este libro, uno puede entender sin dificultad cómo Churchill, que vivió las dos guerras mundiales, tenía como propósito inicial arrasar literalmente toda Alemania, hasta dejarla en condiciones idénticas a la época pre-industrial, incapacitada para erigirse nuevamente en potencia mundial. La venganza cedió su turno a la realpolitik de la guerra fría, y Alemania fue una de las más beneficiadas por el plan Marshall, hasta el punto de que nunca se firmaron tratados de paz entre aliados y alemanes, por lo que éstos nunca hicieron frente a las responsabilidades de la guerra. Desde entonces, Alemania ha renunciado en la práctica (voluntaria o impuestamente) a ser una potencia militar, lo cual no ha impedido que las sucesivas generaciones de alemanes carguen con el peso de la culpa heredada de sus antepasados.

¿Es lícito culpar a los alemanes de entreguerras de todo lo que sucedió durante el régimen nazi? Sólo una minoría se opuso en la práctica a Hitler, que fue la que acabó también sus días en los campos de exterminio; el resto de alemanes fueron cómplices por acción u omisión. Claro que después de la derrota nazi afirmaron que no sabían nada de lo que estaba pasando: es el mecanismo habitual que utilizan las sociedades para diluir la culpa colectiva. Pero ahí estaban los campos, ahí estaban los trenes cargados de personas que llegaban diariamente, ahí estaba el vacío dejado en sus ciudades por los judíos alemanes. Daniel Goldhagen acusó directamente a la población alemana en su conjunto de colaboracionismo en un libro que llevaba como expresivo título el de Los verdugos voluntarios de Hitler. Pero, ¿podían haber hecho otra cosa los alemanes frente a un régimen de terror como fue el de Hitler?

Este libro debería hacer reflexionar no sólo sobre los hechos que en él se describen, así como sobre cuál es la esencia de la naturaleza humana, sino también sobre la facilidad con la que en nuestra sociedad se habla de “fascismo”, “estado policial”, “quiebra del Estado de derecho”, “genocidio” y demás palabras al uso utilizadas por quienes necesitan sentirse unos héroes de la libertad para aplacar su spleen posmoderno. ¡Qué fácil entrecomillar la palabra democracia para referirse a los sistemas de gobierno occidentales! Y qué cómodo vivir en ellos...

2 comentarios :

  1. Buena entrada. Nos hace reflexionar. Tú dices: "¿Es lícito culpar a los alemanes de entreguerras de todo lo que sucedió durante el régimen nazi?" La verdad es que la primera guerra terminó con unas condiciones de paz, impuestas en Versalles, inasumibles y humillantes para el pueblo alemán. Un "dictado de paz" ominoso, que hipotecaba a los alemanes durante décadas. Y luego vino la crisis económica de los años treinta, con su secuela de paro y miseria. Y se va creando una conciencia de pueblo castigado por los demás. Y de pronto aparece la figura de Hitler con su propuesta mesiánica de salvación del orgullo nacional. Muchos alemanes le apoyaron, pero no deben ser considerados culpables de todas las barbaridades que hicieron sus dirigentes.
    Creo que tras la segunda guerra se aprendió la lección por parte de todos. No se puede humillar a un pueblo entero por los desmanes de sus dirigentes. Proceso de Nuremberg, sí; castigar a un pueblo entero, no.
    Un saludo.

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  2. Creo que tu último parágrafo es esencial.

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